Por Lic. Mariana Romero
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“Toda contrariedad es una oportunidad” se titulaba el librito de superación personal que el protagonista de esta historia verdadera acababa de ver en el quiosco de la esquina: hace muy pocos años, en una actividad de capacitación basada en la pedagogía activa, se advirtió la contrariedad sugerida en el título de esta nota, contrariedad que lejos de haberse aplacado, se ha venido agravando en el mundo entero, al punto de que en este mismo momento los contenidos educacionales de varios países, Francia entre ellos, se encuentran no ya en discusión, sino más bien en vía de transformaciones de base que no desdeñan la vuelta a viejas prácticas tales como leer libros y hacer las cuentas. La actividad de capacitación mencionada en el párrafo anterior contaba con el auxilio de un modesto utilero, cuyas funciones básicas eran tomar lista y procurar que los expositores intercambiasen con los participantes en vez de leer la pantalla de su power point como si estos fuesen ciegos, debiendo también repartir el material escrito, en este caso un vistoso manual suministrado por una poderosa multinacional coauspiciante de la actividad. Ya repartido medio centenar y como la demanda no aflojaba, el utilero llegó a la acertada conclusión de que se trataba de una obra de primera y se llevó un manual a su casa para estudiarlo también él. Descubrió que el manual contenía unos diez capítulos o temas bien específicos concluyendo cada uno de ellos con una decena de preguntas a modo de autoexamen cuyas repuestas se hallaban al final de la obra (instrucción programada, que le llaman) así que puso manos a la obra: estudió el primer capítulo y anotó sus respuestas en un papelito, pero sorprendentemente le dio todo mal. Reestudió cuidadosamente todo el capítulo renglón por renglón y cotejó las respuestas impresas, descubriendo que como todas las preguntas habían sido formuladas en base a la foto de la placa de características de una máquina determinada, las respuestas correspondían… ¡a otra máquina!: imposible acertar. Entonces el utilero arribó a las siguientes opciones: a) Que el editor del manual, en un rasgo de audacia pedagógica, introdujo el error a propósito para constatar la lectura del manual. O bien que: b) En estricto cumplimiento de las inexorables leyes de Murphy, justo la única foto equivocada fue la más significativa del primer capítulo. Entonces alertó discretamente a quienes él supuso que podrían publicar una fe de erratas o algo así, pero la diplomática respuesta de circunstancia que recibió lo indujo a concluir que nadie iba a responderle. Así que tomó a su cargo el control del asunto entregando los restantes manuales uno por uno, pública pero personal y ceremoniosamente, con un discursito que alabando la obra recomendaba a la vez su cuidadosa lectura recordando por último que si alguna dificultad de interpretación surgiese, para eso estaba él, para elevar la consulta a donde correspondiese. Como si todo ello fuese poco, al abrir cada sesión subsiguiente y a lo largo de meses preguntaba inocentemente si a alguien le faltaba el manual: siempre aparecía algún rezagado que levantaba la mano, ocasión que el utilero aprovechaba para repetir públicamente su discursito de manera que ninguno de los beneficiarios pudiese argumentar ignorancia acerca de sus reiteradísimas recomendaciones. Meses después, ¡sorpresa!, un único participante le confió haber advertido él también la anomalía; cuando este supo que el utilero ya lo sabía, lo reconvino por no haberlo aclarado de inmediato, porque la confusión podría haber sido causa de daños. “Daños colaterales transitorios”. Replicó el utilero: "Ahora, gracias a esos daños colaterales transitorios, ya sabemos que nadie lee nada. Y gracias a esta comprobación podemos atacar el problema editando nuestros apuntes en base al juego de los siete errores distribuidos azarosamente a lo largo de cada publicación, y calificando en base a su descubrimiento, cosa que nos garantiza la atenta lectura del material escrito facilitándonos a la vez el proceso de calificación". |
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